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  • Foto del escritorJ. E. Medrano

Lovecraftiano

Actualizado: 17 jun 2020

Esta historia la escribo como homenaje a Howard Philips Lovecraft, está situada en la década de 1890, y es enteramente ficticia, cualquier parecido con la realidad, podría ser mortal…


Si notan algún atisbo que pueda parecer inapropiado, tengan en cuenta que he tratado de emular el estilo del autor, y que, si bien hoy puede ser ofensivo, en su época, contexto y textos era común. Hago la aclaración dado que soy un fuerte opositor al racismo, del que he llegado a ser víctima yo mismo en alguna ocasión.


Espero que les guste.


30 de junio de 1899


Hace un mes mi entrañable amigo, Howard, arqueólogo de vocación y profesión, murió en extrañas circunstancias en un emplazamiento prehispánico perdido en las zonas remotas México, cuyo nombre aún se me dificulta pronunciar.


Hacía ya varios años que Howard se había mudado a un pequeño pueblo cercano a la excavación para realizar sus investigaciones. A pesar de la distancia, manteníamos correspondencia con religiosa regularidad, él me hablaba acerca de sus descubrimientos, nada más que piedras talladas por los antiguos pobladores de la meseta donde antaño se había asentado una civilización precolombina, casi olvidada y prácticamente desconocida en otras partes del mundo, salvo por los que, al igual que Howard y un yo, profesamos tan noble profesión.


Howard y yo habíamos estudiado juntos en la Universidad de Miskatonic, ya desde entonces su pasión por los extraños ritos paganos de las culturas del centro y del sur del continente atraían la mente de mi compañero. Por mi parte, mi interés se decantaba por sociedades clásicas de Europa como la griega y la romana.


Yo me trasladaba hacia el pequeño pueblo donde Howard había pasado sus últimos años, pues me había nombrado albacea en su testamento y había dejado instrucciones de que todos los documentos referentes a sus investigaciones me fueran entregados a mí y solo a mí en propia mano por su asistente José, quien, al ser probablemente un pobre lugareño del pueblo carecía de los recursos para llevarlos hasta mi por su cuenta.


El viaje en tren había sido mucho más cómodo que la carreta que renté para sortear la sierra montañosa donde se hallaba el pueblo de Peña de Bernardo Alfaro, más frecuentemente llamado por los lugareños como Quetzalucan.


Finalmente, tras horas interminables entre las montañas el cochero anunció que habíamos llegado a la peña de Bernardo Alfaro. Le agradecí sus atenciones cuando me bajó en el centro del poblado, justo enfrente del hostal donde se me reservaba habitación.


Luego de acomodarme en el modesto, pero más que adecuado cuarto, me asomé por la ventana, el pueblo se le veía lleno de vida y actividad, pero más que nada me asombraba la densa vegetación y la neblina, que parecía ser un recurso permanente del paisaje, pues yo siempre había pensado en México como un enorme desierto, árido y sin otro atisbo de vida que cactáceas, buitres y alimañas rastreras en kilómetros.


Por la mañana, tras disfrutar la cocina local, algo condimentada para mi gusto, aunque no inesperado, pues sabía de antemano la rara costumbre que se extendía en el país por insistir en agregar hojas de plantas y una suerte de frutos picantes a los alimentos. Me dirigí a la dirección que el señor Mendoza había tenido a bien mandarme.


Pedro Mendoza, diligentemente había hecho todos los arreglos correspondientes desde la muerte de Howard, incluyendo mi alojamiento, fue él quien me había informado de la penosa situación., por lo que no me resultó ninguna sorpresa encontrarme con un hombre con el porte de un caballero a toda regla, culto y de rasgos elegantemente Europeos que apenas denotaban algún dejo del mestizaje en él, y el bigote a la usanza de los caballeros mexicanos acentuaba su rostro austero pero educado, sin mencionar que su manejo del inglés, era impecable.


El me llevó entre las calles empedradas sorteando un sinfín de perros callejeros y hombres oriundos jalando burros o caballos, afanados en su cotidianidad solían ignorarnos la mayoría de las veces, o apenas se dignaban levantar la vista para dedicarnos una mirada.


Al pasar por el templo local el señor Mendoza tuvo a bien presentarme al párroco de la Iglesia del pueblo, el Padre Juan Villalba quien atendía el jardín aledaño a la Iglesia, el padre Villalba era un hombre de unos 60 años con rostro afable, aunque denotaba la fuerte disciplina de un hombre de fe., como era de esperarse, él tuvo a bien bendecirme antes de proseguir nuestro camino.


La casa que Howard había adquirido para sus investigaciones era por demás moderna, con los servicios y comodidades necesarios de la clase alta, antiguamente había pertenecido a un aristócrata hacendado, orgulloso de su sangre puramente española.


Ahí me recibió José, quien, si bien era nativo del pueblo, pude constatar con agrado que hablaba de manera eficiente mi idioma y contaba con la mejor educación disponible para la clase baja en el país, al parecer había llevado a cabo sus estudios en la capital, no sin esfuerzos, hay que reconocer.


Mendoza, se despidió no sin antes permitirse la licencia de servirse un diminuto vaso de tequila, de la copiosa provisión de mi difunto colega, y luego procedió a aconsejarme que hiciera lo mismo tras cada alimento, sobre todo, si no estaba acostumbrado a la comida regional.


Pasé la mañana examinando documentos y artefactos en el despacho de Howard, extrañas efigies talladas en piedra, y dibujos hechos por mi colega, un trabajo de documentación meticulosa y excepcional facilitaba todo, mucho de lo descubierto me parecía conocido por mis estudios y las cartas que recibía del mismo Howard.


José era más que eficiente y avispado, pude ver porqué Howard lo tomó como su asistente, el muchacho inspiraba confianza en él, se esforzaba en explicarme todo lo referente a las excavaciones y artefactos recolectados, tenía una pasión natural por esta profesión.


Más tarde durante el almuerzo leí las cartas que Howard dejó expresamente para mí, deseaba que yo continuara su investigación, pues estaba cerca de “hallarlo”, ¿el que? No lo decía, sus cartas eran esquivas y tangenciales, me aconsejaba confiar en José plenamente, pero no mencionarle para nada el asunto del “Tzopilotl”.


Yo no estaba familiarizado con la palabra, por lo que tomé nota mental de esta para investigarla después.


Por la tarde, mientras José empacaba algunas muestras de la excavación, me topé con un alto relieve trabajado en bronce con incrustaciones de color negro en los ojos y en los bordes, probablemente obsidiana, mostraba un ave con alas parcialmente abiertas que parecía estar ilustrado a propósito en estado de putrefacción, probablemente un buitre de la zona.


La pieza me pareció exquisita en su trabajo y conservación, aunque lamenté que una de las piedras de la esquina inferior derecha faltara.


El curioso grabado había sido hecho, sin lugar a duda, por la cultura del asentamiento, según indicaban los relieves e intrincados diseños que la enmarcaban, pero no correspondía con ninguna figura clásica o dios al que adoraran los nativos que yo recordara, le pregunté entonces al asistente acerca de su procedencia.


El nerviosismo de José era evidente al verla pues, tras una mirada de sorpresa, apartó la vista y respondió.


-Es solo un Zopilote, señor- Dijo y su voz temblaba.


-¿Un Zopilote?- dije con sorpresa al escuchar la palabra, inequívocamente similar a la escrita en la carta.


-Sí, es un ave carroñera, allá donde la ve volar, es porque hay muerte en la zona- sentenció el muchacho.


-¿Era una deidad?- pregunté, recordando que los nacionales tienen cierto culto de adoración a la muerte.


-Es… es posible…- dijo -no… no debería de tocarlo… es de mala suerte…-


Su comentario me llenó de decepción, pero no de sorpresa, era de esperarse que las supersticiones locales supervivieran la educación académica del muchacho después de todo.


-Es normal que el buitre nativo, que llamas Zopilote, se alimente de carne en descomposición, José. No han nada antinatural en ello, es simple evolución-


-¿No lo sabe…?- preguntó el muchacho.


-¿Qué cosa?-


-Al señor Howard… se lo comieron vivo… los zopilotes…- Dijo, y había miedo en su voz.


-¿Cómo…?- pregunté con asombro, pues según se me informó, Howard murió al resbalar por la ladera de una construcción y cayó hacia su muerte.


-Yo estuve ahí, señor…- Con voz temblorosa, José empezó a narrar.


“Una semana después de que el profesor Howard encontrara el relieve del Zopilote, empezó a obsesionarse con él, el profesor creía que era una deidad nueva y desconocida. Cosas raras empezaron a suceder entonces, una urraca chocó con la ventana del estudio, rompiendo el cristal, por las noches se podían ver zopilotes parados en las ramas de los árboles afuera.


El profesor Howard me dijo que retiraría una muestra de esas piedras negras, sospechaba que no eran obsidiana. A la mañana siguiente subíamos la montaña hacia la excavación, primero los vimos ahí, agazapados en los árboles, nos observaban… luego cuando ya estábamos en las ruinas subimos a la parte superior del templo de la serpiente. El profesor se hallaba arriba del edificio cerca del borde, entonces los zopilotes se le dejaron venir encima, eran cerca de 30, empezaron a picarlo y arrancar pedazos de carne, hasta que se vino para abajo y murió. Todos corrimos a ver, a auxiliarlo, pero para cuando llegamos al cuerpo, solo quedaban los huesos del profesor medio comidos, los zopilotes estaban en el piso, formando un círculo grande alrededor de él, se mecían de arriba abajo, todos al mismo tiempo, como bailando… una música que solo ellos parecían oír, pero yo estoy seguro de que escuché tambores a lo lejos.


Joaquín sacó su pistola y disparó para ahuyentar a los zopilotes, las malditas aves se le fueron encima y se lo llevaron a vuelo… nunca lo encontramos…


Ese día casi todos los trabajadores huyeron…”


Le pedí a José que me llevara a la excavación, aún no sé por qué, tal vez necesitaba ver el lugar donde mi colega y amigo había fenecido. Al principio se rehusó a llevarme, argumentando que la tarde caía, y que podía ser peligroso en la oscuridad. Por lo que acordamos viajar por la mañana, si a cambio, me guiaba hasta el lugar de su último descanso en ese momento.


José me guio hasta el panteón del pequeño pueblo, un sitio que apenas se encontraba a las afueras del poblado y que tenía tumbas tan antiguas como el mismo pueblo de Peña de Bernardo Alfaro.


El sol comenzaba a rozar la punta de las colinas lejanas cuando, caminando entre las sepulturas, llegamos hasta el sitio de descanso final de mi querido amigo. José tuvo a bien dejarme solo para presentar mis respetos y salió del camposanto a esperarme con su carreta tirada por un asno gris.


Yo, siguiendo la costumbre local del pueblo, saqué dos pequeños vasos de los que usan los lugareños para beber Tequila, junto con una botella de Wiski que traía conmigo desde Nueva York, serví y coloqué uno sobre la tumba, para con ellos simbólicamente brindar con Howard.


Ahí ante su tumba, me preguntaba acerca de las extrañas circunstancias de su muerte, y el miedo que, al parecer, la gente del pueblo le tenía a esa especie de buitre que llaman Zopilote.


Fue entonces que escuché un crujir de ramas, al alzar la vista un ave enorme, de facciones monstruosas e indescriptibles, y alas oscuras cubiertas de parásitos se inclinaba desde la rama de un árbol muerto hacia mí. Entonces comprendí el miedo que sentían los lugareños por el extraño espécimen y no me resultó difícil imaginar las leyendas y supersticiones en torno al animal carroñero que se alzaba imponente y orgulloso delante de mí.


El ave entonces extendió sus alas, y con un terrible graznido se abalanzó sobre de mí, yo lo esquivé por poco y le vi dar una vuelta en el aire retomando posición para atacarme de nuevo.

Instintivamente arrojé la botella del Wiski hacia la monstruosa ave, que recibió el golpe sin inmutarse ni interrumpir su ataque, esquivé al animal por segunda vez y corrí entonces alejándome, esperando que al verme alejar de lo que quizá era su nido en aquel árbol, cesara su ataque.


Pero la bestia alada y su tamaño descomunal me seguía, yo escuchaba el batir de sus alas y los chasquidos de su pico cada vez más cerca de mí, huyendo corrí hasta donde se alzaban los mausoleos de la gente pudiente, esperando que la dificultad de volar entre estas estructuras hiciera al zopilotl desistir en su intento.


Instintivamente me tiré al piso cuando, por algún sentido de alerta, presentí al ave atacarme de nuevo, caí sobre una tumba de mármol y esperé el inevitable enviste del animal, pero tras unos segundos me percaté de que la fantástica bestia alada se había ido, probablemente cesó su ataque para no chocar con el monumento mortuorio, comencé a incorporarme y procedí a revisar los daños, para mi buena fortuna, no tenía heridas salvo algo de tierra en mis pantalones y chaqueta.


Al inclinarme a recoger mi sombrero mi asombro fue tal que dejé escapar un ligero grito.


La tumba de mármol sobre la que había caído tenía un nombre… mi nombre… Era sin lugar a duda, una coincidencia diáfana, algún caballero inglés o estadounidense que había encontrado la muerte en este extraño pueblo y que era mi homónimo exacto, sí, eso debía ser, si mi ánimo no hubiera estado influenciado por las circunstancias y supercherías de José, probablemente me habría parecido divertido.


Pero entonces me percaté de que no solo era mi nombre, sino mi fecha de nacimiento la que se veía escrita en la lápida… y luego entonces dirigí mi mirada hacia la fecha de muerte y un terror se apoderó de mí, la sensación hizo que mi temple cediera momentáneamente.


Corrí hacia afuera del cementerio llamando a José, el muchacho al oír mis gritos entró corriendo hacia mí, yo me detuve al verle, mi ánimo comenzó a recobrar fuerza ante la presencia de otro ser vivo que me ancló al mundo real.


Yo le expliqué todo mientras subíamos nuevamente la colina en busca de la lápida de mi homónimo, los últimos rayos del sol comenzaban a menguar, cuando llegamos a la zona donde caí sobre la tumba en la que momentos antes había tropezado.


Busqué en vano la lápida una y otra vez, no había ninguna que se le asemejara en forma, revisé nombre por nombre hasta que la oscuridad me impidió seguir buscando, José se mostraba nervioso de continuar, así que nos retiramos.


Por la noche en mi habitación del hostal y tras una cena adecuada, pude calmar mis nervios y convencerme de que la lápida había sido solo un producto de mi imaginación afectada por el ataque del buitre monstruoso, después de todo la fecha de muerte debía estar mal, pues se marcaba el día 30 de junio de este año, lo cual, sería dentro de tres días, por lo tanto era imposible que fuera la fecha correcta, es posible que en mis apresuramientos y el temor a ser atacado por el buitre nuevamente hubiese visto una fecha errada en la tumba de un hombre cuyos datos más elementales coincidía con los míos.


La mañana siguiente me encontró con renovados bríos, todo lo acontecido la tarde anterior, ahora se antojaba como un mal sueño del que acababa de despertar. José y Mendoza ya me esperaban afuera del hostal con un par de asnos para subir hacia la excavación, que, si bien no se hallaba demasiado lejos, el camino era afanoso. Empezamos el trayecto de inmediato.


Habíamos dejado ya atrás el pueblo y nos hallábamos cerca de la cima, cuando un viejo vestido con ropas del lugar y un sombrero de paja de ala ancha nos salió cerrándonos el paso, llevaba un rústico bastón de madera que, a fuerza de uso, se había alisado hasta el punto de tener un extremo tan pulido que la madera podía reflejar levemente el sol.


El hombre descalzo y encorvado, hablaba el dialecto antiguo del lugar, del que no entendía nada salvo la palabra “Tzopilotl” que repetía ocasionalmente. José bajó de su asno y tras hablar con él en el mismo dialecto, logró que el hombre se marchara dedicándome una mirada triste y enigmática con unos ojos que se veían demasiado jóvenes y que asomaban entre los pliegues de un centenar de arrugas en su rostro nativo.


José fue renuente a traducirme su conversación, no fue sino hasta después de insistir repetidas veces que me dijo que el anciano, Tulio era su nombre, nos estaba instando a regresar y no acercarnos más, pues una antigua deidad de la que no había oído hablar y que se representaba con el zopilote, estaba molesta por nuestras andanzas.


Como es natural, como buen hombre de ciencia y a la luz matinal, hice caso omiso y animé a José a que continuáramos el acenso. Mendoza que solo se reía de la superchería de los locales no le dio mayor importancia.


Al llegar, no pude menos que maravillarme con la sorprendente arquitectura del emplazamiento, construcciones de proporciones ciclópeas parcialmente cubiertas por la selva asomaban a derecha e izquierda, geometrías extrañas y ángulos de difícil cálculo matemático se podían atisbar en el genio arquitectónico de los constructores de esta ciudad.


José al parecer había recobrado el buen ánimo y nos explicaba al paso los pormenores y datos relevantes de las construcciones, señaló un monte casi cubierto excepto por una de las esquinas donde se podían ver claramente escalonadas plataformas artificiales, ricamente adornadas con relieves tallados en la piedra que, según mi difunto colega, debían pertenecer a la pirámide principal en el centro de la ciudad y, de la cual cerca del 90% aún se hallaba bajo tierra.


El ánimo de José disminuyó notablemente cuando llegamos al templo de la serpiente, en la zona donde mi amigo había respirado por última vez. Y donde, a pesar del tiempo transcurrido, aún había salpicaduras de su sangre en la pared del templo.




Una construcción notablemente grande con una pared lisa, sin los típicos adornos de las demás construcciones y cuyos muros se sostenían por contrafuertes de piedra y estuco recubiertos aún de una pátina lisa y blanca, era sin duda el edificio mejor conservado. Y al cual, José y yo subimos al techo siguiendo las escaleras interiores de la edificación. El muchacho me mostraba el lugar donde el profesor Howard, se hallaba de pie cuando fue atacado por las carroñeras aves.


Fue notable mi asombro cuando encontré que, en ese lugar, una laja faltante del techo del templo tenía un bajo relieve que correspondía a la efigie del ave maligna de la pieza del zopilote que había visto el día anterior. Al parecer la pieza de bronce del Tzopilotl, se había usado como parte de la construcción, ocultándola como un ladrillo más del piso.


Mi joven acompañante, tocó con su mano para examinar el bajo relieve hundido en el suelo, cuando la escuchamos nuevamente, nos volvimos para encontrarnos de frente con el ave, si se puede decir, aún más imponente que la última vez que le vimos, parecía haber duplicado su tamaño, aunque admito que podría parecérmelo así por la proximidad.


Voló directamente hacia José y lo elevó por los aires, arrastrándolo por la ciudad hasta permanecer dando círculos en el aire sobre un edificio alejado, yo corrí a auxiliarlo, esta vez preparado con mi pistola en mano. Afuera Mendoza se me había adelantado y disparaba con su rifle de caza a la monstruosa ave de rapiña.


Mendoza, hábil cazador como yo había sospechado, había logrado atinar al ave que soltó a José, quien cayó dentro de una de las construcciones mientras el animal, al parecer sin daño por el disparo, se alejaba a vuelo de nosotros.


Entramos a auxiliar a José y entonces encontramos al muchacho, herido pero vivo junto a otro hallazgo. Ahí en este edificio, sobre una piedra rectangular los restos de otro hombre parcialmente devorado y en avanzado estado de descomposición, el cual sonreía macabramente hacia nosotros, parte del techo había cedido de modo que la luz del sol daba de lleno sobre el cuerpo dándole un aspecto curiosamente sobrecogedor, como si de una ofrenda se tratase.


Una vez se hubo recuperado nuestro guía y tras atender de manera provisional sus heridas, pudo corroborar que el cuerpo le pertenecía a Joaquín, el capataz que había disparado a los buitres para dispersarlos el día de la muerte de Howard.


Para el medio día, el doctor del pueblo atendía las injurias sufridas por nuestro joven guía, Mendoza y yo discutíamos acerca de los hechos con el comandante de la Gendarmería para dar parte a las autoridades acerca del cuerpo de Joaquín y así coordinar su recuperación.


Mendoza insistía en que algún loco del pueblo había amaestrado a los buitres, el mismo loco que habría llevado al capataz a ese edificio y le había dado fin sobre el altar. Juraba que probablemente era ese viejo Tulio.


Por mi parte me sorprendía que el ave hubiera sido capaz de elevar al muchacho en el aire. A lo que Mendoza aseguraba: “En una ocasión vi un águila descender en picada sobre una oveja, levantó el vuelo llevándosela consigo, y el mozo José es enclenque, no se sorprenda tanto”


Si bien el comandante Pérez no deseaba contradecir al señor Mendoza respecto al viejo Tulio, sin pruebas no podía arrestarle, además de que a ambos nos parecía imposible que el anciano encorvado tuviera la fuerza para cargar un hombre fornido hasta allá.


Aun así, el comandante accedió a enviar un agente de la ley a interrogar al viejo Tulio, con lo que Mendoza tuvo que conformarse. Un grupo de 3 hombres fueron enviados a recobrar los restos del capataz y yo, por mi parte, decidí volver a la hacienda de Howard.


Revisé minuciosamente hasta entrada la noche las pertenencias de mi amigo, tomé el relieve del buitre en bronce lo envolví y guardé en mi maletín, estaba a punto de darme por vencido cuando encontré una llave en plata que abría un cajón del escritorio del despacho.


En él, encontré un libro negro, un diario que Howard, aparentemente había usado para la investigación exclusiva del buitre de bronce. Y que revelaba que Howard conocía de su existencia desde que estudiaba en la universidad de Miscatonic.


“19 de abril.

Lo he encontrado casi por casualidad, tantos años de búsqueda por fin han rendido frutos, estaba oculto a modo de ladrillo en el templo de la serpiente, quizá con la intención de sellarlo., Tzopilotl, la deidad que adoraba una facción oscura de los antiguos pobladores y que, según las leyendas, al ser ofrendado con la corrupción de la carne, puede proveer de años incontables a sus adoradores, causando una vejez sólo aparente”

“20 de abril.

Un anciano de nombre Tulio ha venido a verme, no sé cómo se ha enterado, pero según dice José, exige que el objeto sea devuelto a su emplazamiento en el templo de la serpiente o una terrible maldición caerá sobre nosotros, nada más que supersticiones de los locales.

Las piedras negras que adornan el objeto no parecen ser ópalos ni obsidianas, tomaré una muestra y la mandaré con Verdi, el joyero en la capital del estado, quizá él pueda arrojar algo de luz acerca de la pedrería de la artesanía”


Había un par de hojas arrancadas…


“23 de abril.

Los textos que leí en la universidad de Miscatonic, acerca de la reliquia son bastante precisos en cuanto su descripción. Tiemblo de excitación al pensar en su poder sobre la muerte, ahora que he visto el objeto y he podido constatar su poder en acción, he dejado de dudar acerca de las capacidades de la reliquia, un temor se ha apoderado de mí, continuaré con mi investigación, pero de manera discreta pues sería una equivocación caldear los ánimos de los pobladores que en un arranque de fanatismo podrían cobrarse mi vida y la de mis trabajadores.”

“24 de abril.

Una urraca entró rompiendo el cristal de mi estudio por la madrugada y he tenido que ordenar que lo reemplacen lo antes posible.


El viejo Tulio ha vuelto, justo cuando partíamos hacia la excavación. Ha sido insistente en que no debo dañar el artefacto, sino devolverlo lo antes posible, le he dicho que lo haré solo para callar sus insistencias…”


Esa fue la última entrada del diario. Howard murió al día siguiente.


Cerré el diario de mi amigo, quien al parecer tras su contacto con el objeto se había dejado influenciar por las supersticiones locales, muy probablemente avivadas por el viejo Tulio y José, no me tomó mucho tiempo encontrar entre las cosas apiladas en la mesa de entrada de la casa un paquete pequeño con el remitente Verdi.


Abrí el correo, como albacea era mí derecho, contenía la piedra que Howard había mandado a examinar, junto con una carta que detallaba el joyero experto de la casa Verdi.


“Estimado profesor James Howard.

Me he tomado la tarea de revisar la piedra que nos envía personalmente, misma que adjunto de vuelta con esta carta.


Debo decir que la roca no corresponde a ninguna joya que yo haya conocido a lo largo de mis 38 años de trayectoria, puedo asegurarle que no es diamante negro, ópalo u obsidiana.

Tras realizar las pruebas que tengo a mi disposición, he llegado a la conclusión de que se trata de un tipo de fosilización calcárea prehistórica. En otras palabras, el hueso fosilizado y comprimido hasta alcanzar la estructura cristalina que le da el aspecto de una joya, de un animal desconocido, que para lograr este grado de compresión debía tener dimensiones considerables.


En cuyo caso puedo asegurarle que, debido a su rareza y unicidad, es probablemente una joya de incalculable valor al no haber más ejemplares conocidos de éstas características.


Dicho lo anterior, le devuelvo la piedra de buena fe y ofrezco comprarla por el precio que usted fije.


Atentamente:

Giovani Verdi, maestro joyero.

10 de junio de 1899”


Examiné la joya era de un tono negro azulado y, a pesar de ser opaca como la obsidiana a primera vista, a contraluz se tornaba transparente y clara como el diamante, jamás había apreciado una piedra con tales propiedades, y sentí de algún modo que era un acto sacrílego mantenerla separada de la pieza original, así que regresé al despacho de Howard y procedí a sobreponerla en el espacio que había sido la montura original.


Una extraña sensación se apoderó de mí en el momento que coloqué la piedra, mi cuerpo tembló presa de un pánico y excitación desacerbados, y por un momento, fantásticas visiones de tiempos remotos en el pasado invadieron mis sentidos, veía la civilización de la meseta en ruinas vuelta a la vida una vez más.


Lejos de ser los salvajes insalubres que pregonaban los conquistadores españoles, ante mí se alzaba una imponente metrópoli, rica y activa, hombres de raza de bronce altos y fuertes afanados en tareas cotidianas., Orgullosos, guerreros vistiendo pieles de jaguares negros armados cada uno con un macuahuitl de obsidiana afilada danzaban en macabros rituales de combate., mujeres de belleza indescriptible con cabellos largos y hermosos, sujetos en trenzas de ébano adornados con coloridos plumajes, sus torsos descubiertos mostrando a los gentiles sin pudor alguno senos prominentes y de exuberante atracción.


Caminé maravillado y aterrado entre los fantasmas de una civilización perdida, ajeno a ellos y ellos ajenos a mí, me di cuenta entonces, de que aquí yo era el fantasma y sin embargo este pensamiento no me turbó, al contrario, me tranquilizó.


Vi entonces la pirámide principal, totalmente descubierta y reluciente a la luz del sol, cubierta por una pátina plateada y pulida, de la que no puedo precisar su composición, la construcción majestuosa e imponente a la luz del sol, se vio oscurecida repentinamente por una sombra.


Los pobladores huían aterrorizados ante el batir de alas de una bestia enorme y de carnes corruptas, pero de formas conocidas, el Zopilotl grande, imponente y aterrador luchaba contra un ser de proporciones igualmente fantásticas, que a mis ojos parecía un dragón de Asia a primera vista, pero muy luego, le relacioné con lo que llaman en el panteón de deidades como la serpiente emplumada.


Los pobladores huían, pero los guerreros se apresuraban a la batalla a prestar auxilio, si es que había alguno, a la serpiente de proporciones ciclópeas contra la deidad maligna. La cual, tornaba en su servidor en muerte a todo aquel que tocaba con sus plumajes oscuros.


Caballeros nobles y valientes de los nativos se levantaban como enemigos contra los suyos, mientras su carne se podría y sus huesos adquirían el color negro de las alas del buitre monstruoso o el rojo de su pico.


Ante tanto horror caí de rodillas, la oscuridad me envolvía, presa del pánico temí por mi cordura, pero entonces una voz, vagamente familiar me llamó.


-No temas…- dijo en tono tranquilizador.


Alcé la vista y vi a un hombre joven, sin duda vestido con los atavíos de los sacerdotes del pueblo olvidado, el me tendió la mano, cuando un centenar de buitres se abalanzó sobre nosotros.


El levantó su bastón y las terribles aves detuvieron por un momento su ataque hacia nosotros.


-No hay mucho tiempo, vienen por ti, y los caballeros que ofrendan sus almas para proteger lo que tomó tu amigo del templo, no podrán contenerlos siempre- dijo el extraño, en ese momento, me di cuenta de que no hablaba en mi lengua, sino en la suya y, a pesar de ello yo era capaz de entenderle.


Vi el bastón y los ojos del hombre, y entonces le reconocí, era los del viejo Tulio, si ese era su nombre real, tal cual era en su juventud, hace cientos de años…


-¿Cómo?- pregunté sin poder moverme aún, pues mis extremidades se resistían a responderme, presa del pavor que sentía.


-Caminamos entre los bordes de la vida y la muerte, y lo que yace en tu poder debe ser devuelto, existen otros que no buscan la adoración del ser humano, sino su desaparición, unos duermen bajo el océano, otros más allá de las estrellas, no es buen lugar para quedarse - dijo y me tendió nuevamente la mano.


Alcanzar su mano requirió un esfuerzo indescriptible de mi parte, como si mi cuerpo pesara miles de veces su peso normal. Pero entonces desperté en el suelo del despacho de Howard, la pieza del Tzopilotl yacía en e piso, completa y no me atreví a levantarla con mi propia mano.

J

osé, que había escuchado mis gritos llegó corriendo a mi lado. Me ayudó a incorporarme nuevamente, y yo de buena gana habría querido apostar que todo había sido un mal sueño, producto del alcohol y el desvelo de los últimos días. Pero sabía que no era así.


Para mi sorpresa, era el medio día del 29 de junio, Mendoza, José y el capitán Pérez habían dado la alerta para buscarme, temiendo que hubiera sido presa de salteadores de caminos.


Siendo así, si no me equivocaba, tenía solo unas horas antes de que la lápida con mi nombre se volviera una realidad irreversible.


Me levanté como pude, haciendo acopio de mis fuerzas, pedí a José que ensillara mi caballo, el insistió en acompañarme, luego de avisar a Pérez que me hallaba sano y bien. Mendoza y el capitán llegaron a la residencia a verme en persona.


Tras mi relato, Mendoza y Pérez insistieron en acompañarme hasta las excavaciones para devolver el artefacto, yo esperaba que atribuyeran mi episodio a los influjos del alcohol o del opio local, pero para mi sorpresa ambos hombres se mostraban serios.


-No he querido importunarle con los detalles de la muerte del profesor Howard…- Dijo Mendoza -…con franqueza dudaba plenamente de los hechos, y siempre hice caso omiso de la superstición de los campesinos, pero ahora…-


-Lo sé, señor Mendoza…- Le miré inquisitivo -…Pero… ¿Qué le hizo cambiar de opinión, amigo mío? -


Mendoza y Pérez se miraron con aire consternado uno al otro.


Tras un incómodo silencio, Pérez comenzó a hablar vacilante -El grupo de hombres que despaché… para recoger el cuerpo de Joaquín, el capataz… lo trajeron hasta el consultorio del médico para que el doctor realizara las pesquisas correspondientes y levantara el acta…-


Pérez hizo una pausa -… El señor Mendoza, llegó para presentar sus respetos a Joaquín…-


En ese momento Mendoza interrumpió -…Joaquín trabajó conmigo, era muy apreciado y de confianza, yo se lo recomendé al profesor Howard…-


Pérez retomó la palabra -…El doctor accedió a concederle un momento al Señor Mendoza con el difunto siempre que no tocara al hombre…- respiró con agitación y su cara se tornó pálida -… cuando entramos… Joaquín se incorporó… e- él… se volvió hacia nosotros y sus ojos no eran… no eran… los de un hombre… eran los de un buitre y su boca… emanaba sangre roja como el fuego por entre los dientes…- El capitán no pudo continuar.


Mendoza, siendo un hombre de temple más espartano, continuó el relato -…Joaquín nos atacó como animal poseso, amigo mío. Yo vacié mis dos revolver de 8 tiros, y El capitán Pérez otro tanto con su arma sin mucho efecto, luego con su fusil Mondragón, arrancó pedazos del monstruo. A pesar de ello Joaquín seguía de pie, el doctor tuvo a bien arrojarle el quinqué y afortunadamente se prendió en llamas, aún así, siguió atacando hasta que su cuerpo se consumió…-


Pérez que se había recobrado un poco siguió contando su historia -…Llamamos al padre Villalba, el párroco del pueblo, él procedió a bendecir los restos mortales, cuando lo hizo, un humo negro que semejaba un ave, como… como un gavilán o algo así… se elevó y se esfumó dando un chillido que penetró hasta los huesos…-


El padre Villalba entró en la habitación entonces, había sido recibido por los criados y conducido hasta nosotros, del rostro afable del buen sacerdote no quedaba rastro, se le veía serio y consternado por los hechos.


-Buenas tardes, el Señor esté con ustedes…- saludó.


-Padre Villalba, buenas tardes ¿En qué puedo ayudarle?- preguntó Pérez.


-No hijo, no… Soy yo quien viene a asistirles…- dijo el prelado.


Hicimos preparativos a la carrera, combustible para las linternas, armas y municiones, yo envolví el amuleto y lo coloqué en mi aljaba de viaje. José preparó una montura para el clérigo.

Cuando salimos de la hacienda, uno de esos zopilotes no miraba parado en una estaca listo para atacar, pero una serpiente encaramada en su percha parecía detenerle con una fuerza invisible anclándolo al poste de madera.


Salimos del pueblo, el viejo Tulio estaba sentado al lado del camino, se le veía cansado y viejo como la roca, se apoyaba pesadamente en su bastón, pero aun así me dirigió una mirada y hablo en el lenguaje ancestral, en esta ocasión no lo comprendí, pero José, que llevaba su rifle de caza me tradujo sin necesidad de que se lo pidiera:


“Aún si lo devuelves, no puedo asegurar que su ira no te alcanzará…”


Villalba no se molestó en disimular su desagrado por el viejo Tulio -Con la venia de nuestro Señor, todos volveremos, no hagas caso a sus herejías…- No le respondí


Subimos la montaña y conforme avanzamos parecía que la noche caía más rápida de lo normal, o quizá una voluntad se oponía a nuestro ascenso y lo retrasaba sin que lo percibiéramos.


La oscuridad nos envolvía cuando entramos en el territorio, al frente iba yo apretando mi aljaba de viaje donde llevaba el amuleto de bronce con la misma mano que llevaba mi pistola colt de seis tiros., a mi lado montaba José, quinqué en mano permanecía en alerta con su rifle, herencia de su abuelo militar y un revolver al cinto., debo admitir que el temple del joven hacía gala de la reputación valerosa de su gente. Pérez y Mendoza en la retaguardia, llevando con ellos sus armas desenfundadas.


Mendoza tendió un revolver al padre Villalba -Por si las dudas, padre…-


El sacerdote respetuosamente agitó la cabeza -Muchas gracias, pero tengo todo lo que necesito para defenderme, hijo- dijo levantando su crucifijo y su biblia.


-Como guste…- respondió ofendido Mendoza y se enfundó la pistola nuevamente.


Avanzábamos en silencio entre las ruinas, iluminados por la luz pálida de la luna y las linternas cuyo fuego era reconfortante y atemorizante a la vez. A cada paso una sensación creciente de miedo se apoderaba de mí y de mis compañeros, a pesar de las protestas de Pérez ninguno cedió terreno. Sentíamos sobre nosotros una mirada oscura y penetrante como la de un lobo al asecho.


Giramos en la calzada, que daba de frente al templo de la serpiente, y en cuyo centro un círculo de piedra de uso desconocido se levantaba con una suerte de troneras que asemejaban la copa de una torre medieval. Fue en ese momento que un ruido al frente nos hizo detenernos. Todos contuvimos la respiración cuando una figura vaga y encorvada apareció caminando de ente los edificios hasta situarse a la mitad de la calzada, luego se giró hacia nosotros y comenzó a andar con un paso errático y sobrecogedoramente antinatural hacia nosotros.


Instintivamente todos apuntamos nuestras armas hacia eso, que llevaba una negra piel de leopardo como túnica y las armas ancestrales de los nativos de estas ruinas, era tal como lo describieron mis compañeros, ojos de buitre, sangre roja y fresca goteando de su boca, carne descompuesta y gris pegada a los huesos.


Todos bajamos de los caballos, José y yo le redujimos con antorchas, reteniendo su avance a fuerza de tiros de Mendoza y Pérez. Celebramos nuestra pequeña victoria con demasiada premura, cuando vimos que otros semejantes a Joaquín se levantaban a nuestro derredor, reduciendo nuestras opciones de escape o avance, cientos de aves infernales de rapiña comenzaron a revolotear sobre nosotros.


Si bien los hombres que nos acompañaban eran valerosos, las cabalgaduras huyeron despavoridas.


Mi mirada se situó en el templo de la serpiente, al cual, las huestes ultraterrenas parecían decididos a evitar que llegáramos a toda costa, todos comenzamos a disparar frenéticamente, no era necesario apuntar siquiera para dar a un enemigo.


El padre avanzó levantando su crucifijo de plata en una mano y el libro sagrado en la otra -¡Atrás! ¡En el nombre de Cristo! ¡Retrocedan!-


Contra todo lo que hubiera esperado, las bestias aladas se giraron rompiendo filas y tomaron distancia, pero no se fueron. Los seres de a pie, se detuvieron un momento observándonos, los presentes salimos de nuestro asombro rápidamente y retomamos la carga.


Fue José quien le indicó al sacerdote -¡Padre Villalba, hacia allá, tenemos que llegar a ese edificio!-


El padre avanzó hacia el frente y por un momento las huestes retrocedieron un tanto abriéndonos paso, pero no se rendirían tan fácilmente, algunos arremetieron.


-¡En el nombre del Padre del Sacro universo, os conjuro a volver al averno!- Gritó el padre, y avanzó hacia ellos con paso seguro, uno de los monstruos a la lejanía le arrojó una jabalina y le hirió mortalmente. El padre se desplomó en agonía mortal y las aves descendieron rápidamente.


Pérez y Mendoza se inclinaron protegiendo al hombre herido, a fuego y plomo mientras la horda se abalanzaba en tropel como ola enfurecida de tormenta sobre nosotros.


-De prisa… tómalo hijo…- dijo el padre tendiendo el crucifijo a José que sostenía su mano arrodillado junto a él, y fueron sus últimas palabras…


José tomo el crucifijo y Pérez la Biblia del hombre, Mendoza tomó un frasco de agua bendita que llevaba consigo el párroco y la roció a las bestias, les quemó como aceite ardiendo.


Avanzamos los últimos metros hasta el templo en formación cerrada, mientras las criaturas se cernían sobre el cuerpo del Villalba como animales enloquecidos por el hambre, con saña y odio despedazaron sus restos.


-De prisa, hazlo…- Me gritó Mendoza -…Pérez y yo te cubrimos-


Uno de ellos alcanzó el brazo de Pérez y lo arrastró hacia adentro del tropel, no lo vi más…


José entró al templo disparando con su revolver las últimas balas que tenía hacia la oscuridad y a lo que pudiera haber dentro para abrirme paso, pero no había nada, ambos subimos la escalera en una carrera desenfrenada hacia la esquina del templo donde había visto sus últimos momentos Howard.


Mientras corría abrí mi aljaba y saqué el amuleto de bronce, entonces el zopilote, puedo jurar que era el mismo del cementerio, me atacó tirándome al piso, solté la pieza que se alejó de mí, quedando suspendida precariamente en el borde, si caía sería nuestra perdición, el ave maldita voló hacia el amuleto listo para tomarlo con sus garras negras, pero José ágil y valientemente tomó primero el objeto, no sin recibir un daño considerable con los espolones del monstruo.


José, doliéndose me arrojó el artefacto cuando el ave lo envestía para arrebatarlo de sus manos, yo lo tomé al vuelo y corrí hasta la esquina, sin perder un segundo más, maldije por lo bajo al Zopilote y enclavé con fuerza el objeto en su sitio, palabras en idioma desconocido me brotaron con naturalidad de la boca, de las cuales solo recuerdo un fragmento: “…Ce Acatl Topintzi Quetzalcoatl…”.


El buitre abismal lanzó un chillido terrible, no era el sonido de un humano, y ciertamente no el de un ave, un viento fuerte se levantó y gritos de ultratumba en lenguajes que no se han hablado en siglos penetraron mis oídos en macabra sinfonía, yo me aferré al suelo cubriendo mi cabeza hasta que el viento cesó y se hizo el silencio total. Silencio que fue roto por la voz de José llamándome entre jadeos, se acercó sosteniendo sus heridas infligidas por el ave.


Poco después Mendoza, apareció por la trampilla del techo que, aún pistola en mano ayudaba a subir a Pérez, el hombre de ley era visiblemente el más lastimado de los cuatro, tenía heridas por todo el rostro y las ropas desgarradas y sanguinolentas, pero estaba vivo y aún aferraba la Biblia del padre Villalba como si la vida se le fuera en ello.


Escribo esto, amada mía, apenas a unas horas de lo ocurrido, pues hoy es el día que la lápida marcaba como la fecha de mi muerte, aún no sé si escaparé a la maldición y la ira de Tzopilotl, aún resuenan las últimas palabras del viejo Tulio que me tradujera José, y más aún me hela la sangre cuestionarme acerca de esos otros terrores que el anciano mencionó que duermen bajo el agua o allende las estrellas.


Mi pistola está cargada aquí, a mi lado, mi única compañera en estos momentos.


Allá afuera mientras el sol despunta, por la ventana de mi habitación puedo ver uno buitre parado sobre la percha del edificio de enfrente, mirándome… toda la noche… solo observándome… y me pregunto, si se irá al salir el sol o vendrá hacia mí.


Fin.

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